Relato inédito de PEPE PEREZA
Antes de entrar en el aula mi madre me hizo prometer que no lloraría y me portaría bien con la profesora. Sin embargo, todos los niños que estaban con sus madres ya estaban llorando. A mí también me hubiera gustado llorar, me hubiera ayudado a soltar los nervios que acumulaba en el estómago, pero la promesa hecha a mi madre me obligaba a aguantarme. El día anterior mi abuelo Indalecio me había dicho que hoy sería el día más importante de mi vida, que el saber y el tener cultura era lo mejor que me podía pasar. Hasta ahora yo había estado sin cultura y me había ido bien, no entendía por qué tenía que adquirirla entonces, además, yo no tenía ni idea de qué significaba cultura.
-Mamá, ¿qué significa cultura?
-Significa conocimiento, dijo ella sin apenas mirarme.
Conocimiento, ¿y para qué quería yo conocimiento? Los berrinches de los demás niños hacían que sintiera más miedo del que ya tenía. Me agarré a la mano de mi madre. Si aquello era lo mejor que nos podía pasar, ¿por qué estaban todos llorando como si los fuesen a matar? Intenté concentrarme en las cosas agradables que me gustaba hacer: subirme a las encinas, dibujar vacas, jugar al escondite con los chavales del barrio o..., era difícil evadirse con tanto niño llorando. Miré a mi madre, ella estaba pendiente de si abrían la puerta del aula, parecía que tuviera prisa por dejarme allí, seguramente por haber dejado a mi hermana sola durmiendo en casa. Quise decirle que nos fuéramos de allí, pero sabía que no la iba a convencer, así que me callé y no dije nada. De pronto me fijé en que al final de la fila había un niño, que al igual que yo, no lloraba. Se mantenía callado y cogido a la mano de su madre. Él se dio cuanta de que le estaba observando y me miró de arriba abajo con cierto desprecio. En respuesta, yo le saqué la lengua y él me amenazó con el puño cerrado. Apreté los dientes como si fuera un perro rabioso y se los enseñé. Él miró de reojo a su madre y, viendo que estaba hablando con otra madre, aprovechó para hacerme un corte de mangas. Aún no habíamos comenzado las clases y ya tenía un enemigo. La puerta del aula se abrió y salió una señora mayor, bajita y con gafas que anunció que ya podíamos entrar. Aquello hizo que todos los niños que ya estaban llorando se pusieran como locos. Los berrinches se convirtieron en pataleos histéricos y ataques incontrolados de pánico. Quizá porque sabían que ya no había vuelta atrás. A mí también me hubiera gustado llorar y patalear, pero no lo hice. No por la promesa que le había hecho a mi madre, sino por ese otro niño que seguía sin llorar, mirándome con ganas de pocos amigos. Quería demostrarle que era tan valiente como él, o más. Puse cara de chulo y en un arranque de coraje me dispuse a entrar en el aula.
-Acuérdate de lo que me has prometido... -dijo mi madre cascándome un beso en la cara- y sé bueno.
-Vale, contesté sin quitar ojo a mi enemigo.
Me dirigí al aula y entré. Fui el primero en entrar. A los pocos segundos entró él, mi enemigo. Le miré con desprecio, como diciéndole que era un segundón. Elegí un pupitre y me senté. Él hizo lo mismo al otro extremo del aula. Después fueron metiendo a los demás niños. Al cabo de unos minutos todas las madres se habían ido y nos quedamos solos con la señora bajita y con gafas. Cuando todos los niños estaban sentados detrás de sus pupitres, la señora bajita se presentó:
-Hola a todos. Soy la señorita Natividad, pero podéis llamarme señorita Nati. A partir de ahora voy a ser vuestra profesora...
Algunos niños seguían llorando en silencio, aunque la mayoría ya se había callado y prestaba atención a la señorita Nati.
-... ¿Alguno de vosotros sabe leer o escribir?
Todos guardamos silencio, incluso los que lloraban. Miré hacia donde estaba mi enemigo. Él me miró a la vez. Me puse en pie y dije:
-Yo no sé leer ni escribir, pero sé dibujar vacas.
-¿Cómo te llamas?- me preguntó la señorita Nati, con una sonrisa en su cara.
-José Pérez Gil, pero puede llamarme Pepito.
- Muy bien, Pepito, dibújame una vaca... Es más quiero que todos me dibujéis algo bonito.
Saqué un cuaderno y un lapicero de mi cartera y me puse a ello, pero antes eché una ojeada hacia mi enemigo.
-Perejil-. Me llamó con voz baja y vocalizando exageradamente para que yo pudiera entenderle.
Le hice un gesto con la mano advirtiéndole de que se la estaba ganando y él volvió a hacerme un corte de mangas. Decidí que era mejor concentrarme en hacer un buen dibujo. Otra cosa no sabía, pero dibujar vacas era lo que mejor se me daba. Me esforcé y conseguí una de las mejores vacas que había dibujado hasta entonces. Me levanté de mi silla y le llevé el dibujo a la señorita Nati.
-¿Ya has terminado? ¡Qué rápido!- Me dijo sorprendida.
Observó el dibujo con admiración. He de aclarar que yo me había pasado meses dibujando vacas, sólo vacas, y había llegado a hacerlo bastante bien, incluso para mi edad.
-¡Está muy bien! Pero que muy bien... Dibujas muy bien, Pepito-.Me dijo mientras me daba unas palmaditas en la espalda.
Regresé a mi asiento sin dejar de mirar a mi enemigo. Él se hizo el sueco y siguió dibujando en su cuaderno. Antes de acabar la clase supe que se llamaba Jacinto Revilla. Yo siempre le llamé Jacinto el Malo y desde ese día fue mi peor enemigo.
Antes de entrar en el aula mi madre me hizo prometer que no lloraría y me portaría bien con la profesora. Sin embargo, todos los niños que estaban con sus madres ya estaban llorando. A mí también me hubiera gustado llorar, me hubiera ayudado a soltar los nervios que acumulaba en el estómago, pero la promesa hecha a mi madre me obligaba a aguantarme. El día anterior mi abuelo Indalecio me había dicho que hoy sería el día más importante de mi vida, que el saber y el tener cultura era lo mejor que me podía pasar. Hasta ahora yo había estado sin cultura y me había ido bien, no entendía por qué tenía que adquirirla entonces, además, yo no tenía ni idea de qué significaba cultura.
-Mamá, ¿qué significa cultura?
-Significa conocimiento, dijo ella sin apenas mirarme.
Conocimiento, ¿y para qué quería yo conocimiento? Los berrinches de los demás niños hacían que sintiera más miedo del que ya tenía. Me agarré a la mano de mi madre. Si aquello era lo mejor que nos podía pasar, ¿por qué estaban todos llorando como si los fuesen a matar? Intenté concentrarme en las cosas agradables que me gustaba hacer: subirme a las encinas, dibujar vacas, jugar al escondite con los chavales del barrio o..., era difícil evadirse con tanto niño llorando. Miré a mi madre, ella estaba pendiente de si abrían la puerta del aula, parecía que tuviera prisa por dejarme allí, seguramente por haber dejado a mi hermana sola durmiendo en casa. Quise decirle que nos fuéramos de allí, pero sabía que no la iba a convencer, así que me callé y no dije nada. De pronto me fijé en que al final de la fila había un niño, que al igual que yo, no lloraba. Se mantenía callado y cogido a la mano de su madre. Él se dio cuanta de que le estaba observando y me miró de arriba abajo con cierto desprecio. En respuesta, yo le saqué la lengua y él me amenazó con el puño cerrado. Apreté los dientes como si fuera un perro rabioso y se los enseñé. Él miró de reojo a su madre y, viendo que estaba hablando con otra madre, aprovechó para hacerme un corte de mangas. Aún no habíamos comenzado las clases y ya tenía un enemigo. La puerta del aula se abrió y salió una señora mayor, bajita y con gafas que anunció que ya podíamos entrar. Aquello hizo que todos los niños que ya estaban llorando se pusieran como locos. Los berrinches se convirtieron en pataleos histéricos y ataques incontrolados de pánico. Quizá porque sabían que ya no había vuelta atrás. A mí también me hubiera gustado llorar y patalear, pero no lo hice. No por la promesa que le había hecho a mi madre, sino por ese otro niño que seguía sin llorar, mirándome con ganas de pocos amigos. Quería demostrarle que era tan valiente como él, o más. Puse cara de chulo y en un arranque de coraje me dispuse a entrar en el aula.
-Acuérdate de lo que me has prometido... -dijo mi madre cascándome un beso en la cara- y sé bueno.
-Vale, contesté sin quitar ojo a mi enemigo.
Me dirigí al aula y entré. Fui el primero en entrar. A los pocos segundos entró él, mi enemigo. Le miré con desprecio, como diciéndole que era un segundón. Elegí un pupitre y me senté. Él hizo lo mismo al otro extremo del aula. Después fueron metiendo a los demás niños. Al cabo de unos minutos todas las madres se habían ido y nos quedamos solos con la señora bajita y con gafas. Cuando todos los niños estaban sentados detrás de sus pupitres, la señora bajita se presentó:
-Hola a todos. Soy la señorita Natividad, pero podéis llamarme señorita Nati. A partir de ahora voy a ser vuestra profesora...
Algunos niños seguían llorando en silencio, aunque la mayoría ya se había callado y prestaba atención a la señorita Nati.
-... ¿Alguno de vosotros sabe leer o escribir?
Todos guardamos silencio, incluso los que lloraban. Miré hacia donde estaba mi enemigo. Él me miró a la vez. Me puse en pie y dije:
-Yo no sé leer ni escribir, pero sé dibujar vacas.
-¿Cómo te llamas?- me preguntó la señorita Nati, con una sonrisa en su cara.
-José Pérez Gil, pero puede llamarme Pepito.
- Muy bien, Pepito, dibújame una vaca... Es más quiero que todos me dibujéis algo bonito.
Saqué un cuaderno y un lapicero de mi cartera y me puse a ello, pero antes eché una ojeada hacia mi enemigo.
-Perejil-. Me llamó con voz baja y vocalizando exageradamente para que yo pudiera entenderle.
Le hice un gesto con la mano advirtiéndole de que se la estaba ganando y él volvió a hacerme un corte de mangas. Decidí que era mejor concentrarme en hacer un buen dibujo. Otra cosa no sabía, pero dibujar vacas era lo que mejor se me daba. Me esforcé y conseguí una de las mejores vacas que había dibujado hasta entonces. Me levanté de mi silla y le llevé el dibujo a la señorita Nati.
-¿Ya has terminado? ¡Qué rápido!- Me dijo sorprendida.
Observó el dibujo con admiración. He de aclarar que yo me había pasado meses dibujando vacas, sólo vacas, y había llegado a hacerlo bastante bien, incluso para mi edad.
-¡Está muy bien! Pero que muy bien... Dibujas muy bien, Pepito-.Me dijo mientras me daba unas palmaditas en la espalda.
Regresé a mi asiento sin dejar de mirar a mi enemigo. Él se hizo el sueco y siguió dibujando en su cuaderno. Antes de acabar la clase supe que se llamaba Jacinto Revilla. Yo siempre le llamé Jacinto el Malo y desde ese día fue mi peor enemigo.
5 comentarios:
Qué divertido, Alfaro. Además, después de escribir yo también un primer día de clase, éste me ha hecho muchísima gracia. Me ha encantado Pepe... y lo de Perejil ha estado muy acertado, jaja.
Un beso.
fusa,
a mí también me ha gustado muchísimo por eso está aquí
un beso
¡Ah! Que no es tuyo, ahora lo he entendido, que es de Pepe Pereza. Pues me sigue encantando y ahora me hace más gracia aún haber coincidido en algunas cosas con Pepe. Que no sé quien es.
muchas gracias a todos, en especial, a Alfaro (MJ)por cederme este maravilloso espacio.
un beso a todos los habitantes de La Cuidad Sinnombre.
pepe
pepe, las gracias a ti por escribir, seguiremos leyéndote.
besos.
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